Hace unos días, con la llegada de las cálidas noches hortalinas y con las estrellas por testigo, varios coros repasaban el cancionero más cañí de los años sesenta bajo los efectos de elixires varios.

Todo comenzó a las ocho de la noche. Era una tarde apacible, el cielo se tornaba bermellón, las urracas, las tórtolas y algún otro invitado, entonaban su propio repertorio antes de que el cielo se oscureciera por completo y las voces de Los Chunguitos, Paul Anka y Raffaella Carrá envolvieran tres calles y dos cruces. The Platters y Renato Carosone se subieron al escenario con Miguel Ríos cuando ya daban las doce de la noche.

Fue entonces cuando pensé en las pocas opciones que me quedaban. La primera de ellas era seguir asomada a la ventana y seguir el ritmo, sin más. La segunda pasaba por unirme a la fiesta, y la tercera era simple y limpia: la policía. Nunca se me había ocurrido seriamente hacer esto último, siempre he llamado cortésmente a la puerta y, en camisón, he pedido con una sonrisa que, por favor, dejaran de una maldita vez de dar berridos. A menudo ha funcionado.

Me alegré del jolgorio, [...] porque cantar es como comer verdura o hacer deporte, es sano, muy sano

Así que cerré mi ventana y me alegré del jolgorio, de lo importante que es cantar, aunque sea de madrugada, porque cantar es como comer verdura o hacer deporte, es sano, muy sano. Los enfermos con afasia, producto de enfermedades neurológicas, no hablan, pero sí cantan.

Cantar no es del todo racional, de hecho, ¿cuántas veces entonamos una canción que llevamos tres décadas sin oír? Nos sorprendemos a nosotros mismos y ese asombro es sano, significa que algún día nosotros también cantábamos a la noche cerrada. Así que volví a abrir la ventana y canté muy alto eso de Un rayo de sol, oh, oh, oh y seguí con Libre como el sol cuando amanece, yo soy libre, como el mar…

Me abrió un matrimonio mayor al que nunca había visto. Me dijeron que sus hijos estaban de viaje, que celebraban la vida

Y tengo que confesarles que me sentí mucho mejor, de verdad, así que me quité el camisón, saqué cuatro cervezas de la nevera y me encaminé a la puerta de mis vecinos. Me abrió un matrimonio mayor al que nunca había visto. Me dijeron que sus hijos estaban de viaje, que celebraban la vida.

Me arrastraron a un enorme salón de paredes empapeladas y sillones de terciopelo que cobijaban un estupendo tocadiscos. La aguja se posó en el surco del vinilo y una docena de octogenarios abrazados entonaron algo así como Gracias a la vida que me ha dado tanto, me ha dado el sonido y el abecedario… abrí los botellines y me rendí.

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