Ya ha pasado algo más de un año, pero el recuerdo se mantiene fresco. Me crucé con La Mari en la misma escalera del tanatorio. “Te lo dije, Kike”, y me abrazó.

Es cierto, hacía una semana, Mari había estado en la oficina de management de Los Porretas, para la cual trabajaba, para recoger un par de copias del recopilatorio 20 y serenos, y nos contó que el Rober inevitablemente se iba, que la metástasis avanzaba sin freno.

Rober hacía ya dos años que había dejado de tocar en directo, pero sacó unas últimas fuerzas y metió guitarras y coros en la regrabación de unos temas que eran mayormente suyos. Fue su canto de cisne.

Subí las escaleras del segundo piso del Tanatorio Norte –el más cercano a Hortaleza– para darle una última despedida y besar a la madre. Hay gente que no quiere ver el cadáver de ningún ser querido, porque se queda con esa imagen de la persona y no es la que quiere.

Yo siempre que puedo me despido, les hablo en bajito o les suelto un pensamiento de tú a tú, y esa imagen cierra el círculo de las demás.

Entre las coronas de flores que rodeaban el ataúd llamaban la atención las enviadas por Burning y Loquillo. No era de extrañar: Rober era un apreciado veterano de nuestra escena. 

La primera imagen que tengo de Rober tampoco la he olvidado: en el descampado que había abajo de Santa Susana, cantando a medias con El Vecino de Andanada-7 El deudor del Condado de Hortaleza, aquel hardcore de su disco debut.

Entre las coronas de flores que rodeaban el ataúd llamaban la atención las enviadas por Burning y Loquillo. No era de extrañar: Rober era un apreciado veterano de nuestra escena. Y para mí alguien cercano: le dirigí hasta tres vídeos, Marihuana, Pongamos que hablo de Madrid y Barriobajero.

Ojo, no era ninguna florecilla del campo: Rober podía ser un jodón si quería y, a veces, si no quería, un arisco que, si estaba a gusto, te podía cubrir de risas, abrazos y chistes malos. En su cumpleaños de hace unas temporadas fui a comerme unas chuletitas a su casa en el campo y hablamos de cosas serias.

Yo le decía que, si abro un litro, lo he de acabar, pues soy incapaz de beber cerveza de un día para otro. Él me dijo un truco que aún no he usado: «Mezcla la birra vieja con una nueva; recupera fuerza y no desaprovechas nada de Mahou…».

Rober podía ser un jodón si quería y, a veces, si no quería, un arisco que, si estaba a gusto, te podía cubrir de risas, abrazos y chistes malos.

Lo vi semanas antes de su fallecimiento, grabando un nuevo vídeo de Marihuana, con Pul Pul, de Ska-P. Inflado, muy inflado, me confesó: “Tengo todas esas cosas que acaban en tasis”, que era su manera de decir que la enfermedad era imparable.

Aquel día estuvo a gusto; debió de trincarse tantas birras como yo. Nunca lo vi cuidarse (“¡Anda, que yo a ti!”, me hubiese dicho), y además se cuidó muy mucho de que no lo viésemos cuidarse. No quería que su madre lo supiese (ya antes se le murió un hermano), así que ni mú a nadie.

Después cayeron muchos tercios de Mahou en la cafetería del tanatorio. Por el Rober. Brindé muchas veces con Fer, de Reincidentes; Rafa, de Rosendo; Alberto, de Boikot; El Pirata; Los Porretas, y algunos del barrio.

“Es el primero que cae de nuestra generación”, me diría luego Fer, cuando lo acerqué al AVE de vuelta a Sevilla. Antes de abandonar el velatorio di mis condolencias a la madre, una destrozada viejita de barrio a la que le había tocado enterrar a un segundo hijo. “No llores”, me dijo La Mari. “Lloro, Mari, claro que lloro”.

 

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